sábado, 8 de octubre de 2016

La paja en ojo ajeno

Si hay algo que me parece lamentable es el linchamiento interesado. La capacidad que tienen ciertas personas para escandalizarse en determinados momentos por una situación que no pasa de ser cotidiana y que han consentido con absoluta displicencia, con culpable permisividad, día a día durante años.

Jamie Oliver ha saltado a las páginas de todos los periódicos, a las ondas de todas las radios y televisiones por su ocurrencia de dar una receta de paella con chorizo en una televisión inglesa.

¡Anatema! han gritado mediáticamente muchos gurús de la gastronomía y, o, de la comunicación españoles ante un ataque directo a un emblema patrio.

Y hay que reconocer que hay motivos, que realmente una paella con chorizo no existe. Realmente es que no es una paella. ¿O sí?

Veamos, lo que no es, de principio, es una paella valenciana tradicional. En eso estaremos de acuerdo casi todos. Pero si gritamos anatema por esa razón empecemos a ir gritando anatema a cada paso que demos. Intentaré explicarme.
  1.  Puede llamarse paella, en realidad arroz en paella, a todo arroz que se cocine en un recipiente así denominado, paella.
  2. Paella, del griego patella –vaso plano que se utilizaba para ofrendas-, es el nombre del recipiente en el que se elabora y del que toma su nombre, por simplificación, la receta. En una pirueta idiomática la preparación se llama como el utensilio en el que se prepara y se deforma, popularmente, el nombre del mencionado útil, paellera, para poder distinguir continente y contenido.
  3. En España, por dejación, por interés comercial y por falta de interés oficial, se va tomando la costumbre, ya casi general, de llamar paella a toda preparación que sea arroz con algo. Da lo mismo que sea un arroz al fuego, al horno o guisado. Da lo mismo que se prepare en caldero, en olla, o en paella. Da lo mismo que sea caldoso, seco o cremoso. Todo se vende como paella en aras de una comercialización económicamente eficaz pero culturalmente dañina.
  4. La inmensa mayor parte de la población española, incluida parte de la valenciana, no sabe cuáles son las bases de fuego, ingredientes y proporciones que hacen que un arroz en paella pueda considerarse una pella valenciana tradicional. Lo que, teóricamente, sería una paella.
  5. Se permite que a los turistas, tanto nacionales como extranjeros, se les engañe vendiéndoles como paella elaboraciones que no respetan ninguna norma, ni de veracidad ni de calidad.
  6. Desgraciadamente, y ante el nulo interés de los que deberían estar interesados, profesionales y autoridades principalmente, esto no sucede solo con la paella. El turismo todo lo permite.

Pero lo justo es ilustrar con datos, con hechos, algunas de las consideraciones realizadas para poder explicar el por qué me  parece lamentable la reacción mediática a la patochada realizada por el cocinero inglés Jamie Oliver en una televisión británica.

La primera consideración es que si usted se da un paseo por las zonas turísticas de España, desde la Plaza Mayor de Madrid al Camino de Santiago, encontrará establecimientos que ofertan cierta marca de “paellas” entre cuyas especialidades se encuentra una con queso y “beicon”, ni siquiera tocino o panceta. Nunca he visto que nadie denunciara el uso espúreo del concepto de paella por parte de esta marca, y de algunas otra marcas. Porque hay varias.

En la mayoría de los restaurantes para turistas, incluidos lo que están dentro de la Comunidad Valenciana, se vende como paella cualquier preparación, algunas absolutamente exquisitas, que lleve arroz. Se le llama paella a los deliciosos arroces al caldero alicantinos, se le llama paella a los arroces guisados y caldosos que hay por toda la geografía peninsular, se le llama paella a los arroces al horno que en todo levante deberían ser enseña de riqueza y diversidad cultural. Y nadie dice nada. Es más fácil dar gato por liebre, aunque el gato sea tan exquisito como la liebre, porque la liebre está vendida y el gato hay que venderlo.

Un peregrino mexicano con el coincidí unas cuantas etapas del camino me contaba que en México un grupo de amigos se reunían algunos fines de semana y preparaban una paella que llevaba, entre otros ingredientes, chorizo, y casi cualquier otra cosa que pudieran tener a mano. Cuando le expliqué en qué consistía una paella. Como había que tasar las proporciones, como había que manejar los fuegos, cuales, y por qué, eran los ingredientes tradicionales, cuando le expliqué que en España existían más de doscientas, puede que de dos mil, preparaciones de arroz que no son paella, no entendía porque nadie lo explicaba. Por qué no se protegía la denominación de algo tan emblemático a nivel internacional.

Si entra en internet y pone paella con chorizo, encontrará más de trecientas mil entradas que responden a ese criterio, incluso con chorizo criollo. Algunas son de chefs como la de Denisse Oller, pero hay incluso una receta que pertenece al recetario de la marca Nestlé. Y hasta ahora nadie había dicho nada.

El grupo editorial Planeta De Agostini, sacó hace un año, aproximadamente, una colección de recetas por fascículos bajo el nombre de “La Cocina de mi Abuela” y en el volumen Arroces I, al II ya no llegué, viene una receta de paella valenciana que contiene varias inexactitudes. La primera los ingredientes. La paella valenciana, la tradicional al menos, no lleva marisco, mejillones, gambas, berberechos. En La Albufera, de donde es originaria, no usaban el marisco. Pero seamos permisivos. Permitamos que exista una paella marinera que lleve marisco. Lo que nunca, nunca, nunca, jamás, puede llevar una paella es cebolla. Nunca, jamás. Porque la cebolla impide que tenga ese punto seco, graso, que permite que la paella valenciana tradicional sea como es y no otro arroz cualquiera. Tampoco entonces, que yo sepa, nadie dijo nada.

Todo lo anteriormente expuesto, permítaseme la terminología judicial ya que algo de judicial tiene el tema, me lleva a indignarme con los que tan resuelta y contundentemente han salido a linchar a un chef que no hizo otra cosa que sentirse original y aplicar lo que al fin y a la postre llevan aplicando los comerciantes españoles, sean hosteleros, cocineros, editores, industriales o expertos, contra un bien cultural como es la paella, en particular, o la mal llamada gastronomía española, en general desde hace años. Y yo hasta aquí, nunca he oído nada. A nadie. Silencio, cómplice, y permisividad, máxima, en los organismos oficiales y en los círculos de expertos y practicantes.


Gracias Jamie Oliver. Espero que en nuevas intervenciones vayas dando un repaso a los distintos platos de nuestra maltratada gastronomía tradicional. Yo seguiría con el pulpo. Así, al menos, con el ruido, muchos se enterarán de que existen las liebres.

Ver  Paella valenciana

sábado, 24 de septiembre de 2016

Otra comedia nacional, la gastronomía

La dilapidación  del patrimonio cultural de nuestro país, en ciertas áreas, está rozando el límite de lo irrecuperable y, en breves años, será patéticamente irreversible.
La absoluta dejación de los poderes públicos, el desinterés general de lo popular y los intereses espúreos de empresas del sector está abocando a la gastronomía popular española, posiblemente la más rica, variada e imaginativa del mundo, a su desmantelamiento por olvido, por dejación, por imposición del interés de otros países menos afortunados que nos llevan a su ignorancia y, posiblemente, su posterior apropiación.
Hemos entregado los canales de distribución, lo que se llama la comercialización, a empresas de países fronterizos empeñadas en imponer sus productos, muchas veces de menor calidad, en nuestros canales de comercialización y llevarse los nuestros a otros lugares donde son más apreciados y sin duda más valorados.
Por eso, y no por otro motivo,  comemos tomates de madera, naranjas insulsas, quesos de masilla, ¿miel? China y pescado africano. Por eso, y por algún otro motivo, nuestras angulas, nuestro atún y nuestras mejores frutas y hortalizas debemos de ir a buscarlas, a comerlas,  a Japón, a Francia o a la Conchinchina.
Y ¿la gente que  hace? Pues comer lo malo y quejarse, resignadamente, de lo malo y lo caro que está todo. Y ¿Lo público que hace? Favorecer a los amigos mediante normas y leyes que penalizan al pequeño productor, al artesano, que intenta salir de la mediocridad general y buscar canales alternativos, imaginativos, directos al consumidor. Y, supongo, llegado el momento compartir los beneficios de las medidas tomadas por “el bien y la salud” de aquellos en cuyo nombre gobiernan y por cuyo interés  deberían de velar.
Como resultas de todo ello España se está convirtiendo en el paraíso de la comida basura industrial, sintética, insana.
La miel española se almacena sin comercialización posible mientras  se importan barcos y barcos de un producto meloso procedente del país  asiático que se etiqueta como miel pero que dudo que pasase los controles mínimos de identidad. Los quesos asturianos, cántabros gallegos, manchegos, andaluces, castellanos, son suplantados en las tiendas por masillas industriales de sabor indefinido mientras se promocionan, también debido a la estupidez nacional, quesos franceses, holandeses, suizos  o italianos que tienen mucho que envidiar a los nuestros. Eso sí, si uno quiere tener un cierto prestigio “gastronomil” tiene que saber muchos nombres en francés y manejar una billetera de un cierto calibre para asegurar su presencia en los locales que los pagados críticos gastronómicos de prestigio recomiendan.
Por eso nuestros jóvenes llenan sus noches de licores de hierbas alemanes, industriales, llenos de química, mientras a los pequeños artesanos gallegos productores de aguardientes de calidad, de tradición, absolutamente naturales, el estado los destroza con multas impagables y que deberían considerarse vergonzosas, injustas, abusivas, malintencionadas.
Por eso, seguramente, y por muchas  cosas más de carácter innombrable, ya no nos acordamos de cuál era el sabor de la España de nuestros abuelos, a que sabe un queso auténtico, que aspecto tiene un  pescado fresco, o cual es la época de consumo de ningún producto, porque, oh maravilla¡, los productos del campo, del mar, los frescos, los de  verdad, tienen una época óptima de consumo, unos tiempos óptimos de maduración o engorde, una ventana concreta para alcanzar su momento idóneo para el consumo.  
Y si todo lo anterior es ya, de por sí, desmoralizante, la degradación, el olvido, la dejación oficial sobre la protección del patrimonio gastronómico-cultural que nuestra historia nos ha legado, raya en lo delictivo.
¿Cómo es posible asistir a la ignominia de ver como cualquier local para guiris se apropia, pervierte y degrada los platos más emblemáticos de nuestra tradición? ¿Cómo podemos asistir impasibles al engaño sistemático y sistematizado que las cartas de la mayoría de locales de nuestra geografía sobre el origen, el nombre o la edad de lo que nos ofrecen? ¿De dónde salen todos los  corderos lechales que a diario se asan en nuestra geografía? ¿De qué extraña raza son  con casi un metro de alzada en algunos casos y fuera de época de parición? ¿Cuántos españoles, incluidos los valencianos, han logrado comer una paella valenciana? No, no arroz al horno, no arroz en paella, no esos pastiches precocinados con marca que ofrecen  en locales para turistas. No, auténtica paella valenciana. Pocos, muy pocos.
¿Qué extraño proceso psicológico han sufrido esos pescados expuestos en los establecimientos comercializadores con la etiqueta de frescos del día de la lonja de da igual donde, de ojos hundidos, agallas descoloridas y piel mortecina, cuando no sin cabeza  ni piel, que parecen deprimidos y me deprimen a mí  al contemplarlos?
¿Cuántos de los que están leyendo esto han comido chanquetes? No, eso que le han dicho que son chanquetes, no, los  de verdad, los que se compran a escondidas y hay que pagar con cheque porque no hay suelto suficiente. Eso que usted ha comido son unos insípidos peces asiáticos para incautos. El chanquete, el auténtico, está prohibido, y es prácticamente imposible de conseguir salvo que tengas algún amigo pescador o con un amigo pescador. Eso que le han ofrecido con maneras de mafioso de telefilm no es chanquete, es un bodrio engañabobos en este mercado en el que todo vale.
¿Hasta cuándo vamos a asistir impertérritos al cierre de tabernas, casas de comidas, pequeños negocios familiares de restauración, sustituidos, suplantados, ahogados, por franquicias de dudosa calidad, de dudosa  intención, de perversión sistemática del producto y de su elaboración?
¿Cuántos de los que esto leen saben, incluidos los gallegos, cual es la  diferencia entre el pulpo a’feira, que nos sirven, y el pulpo a la gallega que  nos ofrecen? Sí, hombre, si, son  distintos,  y no, hombre, no, la diferencia no son los cachelos, ni siquiera las patatas cocidas a las que los “listos” de rigor llaman cachelos sin saber de qué están hablando. La diferencia es que se preparan de diferente manera, con distinta técnica.
¿Para cuándo, estúpida pregunta, el mínimo interés necesario para promulgar una ley de etiquetado clara, convincente, que facilite una ley de protección de las gastronomía tradicional española y de sus consumidores? Y si fuera necesario, que no lo dudo, una suerte de cuerpo de inspección de su cumplimiento.
Sí, claro, yo también lo veo. Yo también estoy viendo los ojillos brillantes del técnico fiscal de turno. Pero yo no hablo de eso,  no estoy hablando de una ley recaudatoria y de una licencia más para el amiguismo y el mangoneo. Yo intentaba proponer una ley de preservación y pureza. Ahí es ná. Aunque sea imitando iniciativas parecidas que ya funcionan en Francia. Porque la imitación de los que quieren y  no tienen se nos da mejor que salvar lo  que tenemos y ellos quieren.

Acordémonos de  que llamamos consomés a los consumados, patés los ajos, los cocinados no los cultivados, y mayonesa a la  mahonesa, por poner solo algunos ejemplos. Bendito país. País S.A. Celtiberia Show en su máxima expresión.

domingo, 6 de marzo de 2016

El Juego de los Siete Errores

No hay nada peor para cualquier concepto que partir de una definición errónea, porque cualquier posible discusión, cualquier aporte que se quiera realizar se realizará sobre una base falsa y por tanto todos los intentos que sobre el particular se hagan serán estériles.

Y eso es lo que pasa con el concepto de gastronomía española, bueno, eso no, peor, porque parte de varios errores que la sumen en un desconocimiento general y todos los pasos encaminados a potenciarla y darla a conocer se estrellan en el indefectible muro de la inexactitud.

-          Primer error: la inexistencia. Parte del intento, absurdo, ridículo, políticamente correcto en ciertos tiempos pero inexacto, de perder el plural. Cuando se perdió la denominación de Reino de las Españas, bien sonante y plural, se acuño el término España, adusto e inexacto, y de esta inexactitud partió el concepto que manejan la mayor parte de los españoles y todos los extranjeros, la Gastronomía Española. Pero este término no resiste la más superficial de las investigaciones. España es plural, cultural, étnica y gastronómicamente ya que plurales son sus características locales y diferentes los tiempos en que se fueron desarrollando. ¿Es acaso equiparable la gastronomía del Atlántico con la cantábrica? ¿la manchega con la castellana? ¿la extremeña con la catalana? Ni un solo punto en común. Lo que se entiende como gastronomía española no es más que el compendio de algunos platos emblemáticos de las distintas cocinas cuya sobreexplotación y falta de rigor mayoritario en su confección llevan al descrédito global y a la ignorancia, abandono y práctica desaparición de la inmensa mayoría de los platos que realmente configuran las gastronomías españolas.

-          Segundo error: la identificación. Considerar que las cocinas españolas pertenecen a la dieta mediterránea. Error de moda y postureo que sume en el olvido y el descrédito a la inmensa mayoría de las cocinas españolas, salvo que Canarias pertenezca al Mediterraneo, y Galicia, y Extremadura, País Vasco, Asturias, Cantabria, Navarra, La Rioja y las Castillas. No señores, las dietas españolas en general no son dietas mediterráneas porque el bacalao y el cerdo, que son las materias primas básicas no pertenecen a la dieta mediterránea, ni la vaca, si me apuran. Ni siquiera la cocina de Jaén o de Córdoba son mediterráneas, con más influencias manchegas que del sur. Y es lógico, es históricamente coherente ya que la expansión de la cultura actualmente dominante, la cristiana, se produce de norte a sur y las repoblaciones y expulsiones hacen que esas cocinas del norte vayan dominando y encontrando su adaptación a los nuevos territorios.

-          Tercer error: la simplificación. Error léxico que parte del error del concepto y que lleva a un todo vale. Todos los arroces se llaman paella. El pulpo al estilo de la feria se llama a la gallega, que es otra cosa. El cocido es el madrileño. La tortilla española es belga mientras la auténtica tortilla española se denomina francesa. El gazpacho solo existe el más elemental y básico. El bacalao solo se come en el norte cantábrico o en Portugal, dejando de lado los ajos del centro de la península y los ajoarrieros que salpican Navarra, Aragón, y Castilla, sin olvidar Galicia. Y así cada una de esas, ahora ya, entelequias que componen la entelequia mayor

-          Cuarto error: la permisividad y el descontrol. Nadie vela por la pureza, aunque sea una pureza razonable, ni la autenticidad de lo ofrecido en los bares y restaurantes en los que los extranjeros bregan con pastiches que no les pondríamos ni a nuestras mascotas. Y, y esa es la desgracia, a pesar de todo les gusta. Auténtica paella de beicon y queso. Cocido madrileño que solo ha tenido un vuelco, el de la marmita en el fuego. Callos industriales que saben a conservante. Pasta de arroz de color amarillo con sabor a cabeza de gamba conservada con amoniaco. Pulpo sobre cocido con la piel desprendida, cortado posiblemente con sierra y aliñado con polvo rojo y mucha saña. No importan los ingredientes, no importan las elaboraciones, no importa ni siquiera la apariencia, los extranjeros, y muchos nacionales, comen lo que les pongan y, si además es caro, se van tan contentos.

-          Quinto error: la dejación. Todo lo que viene de fuera es mejor que lo propio. Por eso comemos purés en vez de cremas o ajos. Por eso comemos patés en vez de pastas, cachuelas o ajos. Por eso comemos consomés en vez de los deliciosos consumados que los franceses descubrieron de paso que se daban un paseo militar por nuestro país. Por eso comemos crepes en vez de filloas o formigos. Por eso aliñamos con vinagre de Módena que mata todos los sabores en vez de con vinagre de Jerez, de Rioja o de la viña de las fueras de nuestra casa. Por eso comemos pizzas en vez de cocas o empanadas. Por eso hemos puesto de moda los rissotos, pesados y monocordes, en vez de promocionar los miles de exquisitos y variados arroces que se extienden por toda nuestra geografía. Por eso comemos hamburguesas en vez de fardeles o figatells. Por eso le llamamos mayonesa a la mahonesa. Por eso bebemos snaps alemanes de dudosa calidad en vez de nuestros licores y aguardientes. Por eso ponemos de moda el gin tonic y miramos con extrañeza la palomita o al mismísimo anís. Por eso, porque al fin y al cabo, lo nacional es solo para paletos y no nos permite lucirnos.

-          Sexto error: Las cocinas. Si, la cocina espectáculo, la cocina de autor, la cocina de mamarracho que se cree autor y solo justifica su existencia cobrando mucho para encubrir su absoluta falta de calidad y creatividad. Toda esa galaxia de cocineros, y el que se pique es que come ajos, que olvidan las raíces o que las pervierten. Más interesados en la creación de una élite gustativa que en la preservación de una memoria cultural que pertenece a las clases populares, y que crean una extraña amalgama de gente de fino paladar, la élite buscada, e imitadores, los más e imprescindibles para sostener económicamente el chiringuito, que se han dejado el paladar en casa y lo sustituyen por la cartera.

-          Séptimo error: la formación. En un país con la riqueza gastronómico-cultural del nuestro sería muy de agradecer que se pudiera estudiar la riqueza de la cocina local y del entorno, como mínimo, no para aprobar y suspender, no, si no para probar y sorprender, para enseñar cómo y por qué se come, cuando, cuanto, la ligazón de la comida con las costumbres. Los sabores tradicionales y la vida que los hizo posibles. Evitar que nuestros hijos se acostumbren,  y se atiborren, con comidas  que no les aportan nada cultural, gastronómica, ni metabólicamente y llevan a una salud deficitaria. Enseñar desde la escuela hábitos alimenticios sanos, productos de proximidad, productos estacionales. Algo así como alimentación: historia y salud. Algo tan elemental como por que pedir merluza en La Mancha o perdiz en Cádiz no deben de ser las opciones principales.


Hay más errores. Seguro que usted me añadiría unos cuantos, pero tampoco es cosa de que escribamos un libro. O sí, pero no es el momento. Al fin y al cabo esto seguramente no es más que una pataleta. Y además nos queda el jamón. El jamón y las tapas. De momento.