sábado, 17 de octubre de 2015

Dos Pasitos P'atràs

Seguramente no pasa de ser una sensación, pero en todo caso una sensación incómoda. Cada paso que da el progreso parece atentar indefectiblemente contra la gastronomía tradicional, parece significar el retroceso de dos pasos para la memoria de la cocina de toda la vida. Hablo de España, claro.
Un ejemplo claro, meridiano, indiscutible y patético es el de los desplazamientos por carretera. ¿Se han fijado que por cada tramo de carretera convencional que es sustituida por uno de autopista o autovía significa el cierre de los clásicos bares de carretera que son reemplazados por áreas de servicios intercambiables, franquicias construidas en serie y cuyas cartas son sospechosamente iguales como iguales son los plásticos con los que parecen fabricadas sus viandas?
Los emblemáticos lugares en los que todo viajero que se preciase paraba año tras año para comer aquel pepito, aquel bocadillo de chorizo, de jamón, de queso del lugar, aquellas migas, gachas o torreznos, que imprimían memoria del gusto y esperanza del retorno van siendo construcciones fantasma en carreteras sin apenas servicio, o viven de los que, gracias a nuestra pasada memoria, nos desviamos de la ruta principal para seguir accediendo a sus delicias, si es que aún están abiertos.
Lugares como Casa Maragato en Busdongo, Casa Oscar en La Gudiña, Xatomé en La Cañiza o La Despensa Manchega en la antigua y semidesértica carretera de Albacete, pertenecen a la memoria de los viajeros que hacían de su visita descanso y disfrute por partes iguales.
He mencionado cuatro de las seguramente más de cuatro mil que la memoria colectiva permitiría relacionar. He mencionado cuatro que me son especialmente afectas y que perviven en mi recuerdo personal pero que sé que no son únicas.
De las cuatro  mencionadas tres siguen funcionando regularmente, pero La Despensa Manchega, aquel bar de carretera donde aparcar era una odisea, donde no sé cuántos jamones, quesos manchegos, kilos de chuleta de cordero y bollas de pan candeal se despachaban al cabo del día, aquel en el que los porrones estaban colgados sobre la barra para dar un trago ocasional de vino en lo que esperabas las viandas solicitadas, está cerrado, o al menos lo está temporalmente.
Ahora vamos por mejores carreteras. No tomamos un trago de vino por miedo, si por miedo no por convicción, a que nos hagan un control de alcoholemia, y comemos alimentos industriales que no saben a nada de paso que paramos a echar gasolina.

Habrá quien diga que es el precio del progreso, de la seguridad, de la civilización. Habrá quien lo diga, sí, pero no seré yo. Yo seguiré viendo, al pasar, los fantasmas de los viejos lugares, conservaré en mis sentidos, el gusto, el olfato de las viandas de antaño, los aromas de la matanza de casa, la capacidad de distinguir de que vecino  era el chorizo, el vino, el aguardiente, e intentaré poner los medios a mi alcance para preservar la memoria de una época, de una cultura, en la que cocinar era el arte de la necesidad y se respetaban los tiempos, los de cocinar y los de producción, las memorias y a los que comían.   

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