domingo, 5 de julio de 2020

Unas gotas de esperanza


Cualquiera que haya leído mis reflexiones sobre el tema de la gastronomía en España puede haber llegado a la errónea conclusión de que soy un pesimista, un cenizo, pero la verdad es que no paso de fatalista, conceptos que a veces se confunden.
El pesimista solo ve la parte negativa de una cuestión, el fatalista anticipa la más negativa de las posibilidades en busca de una reacción que la evite. Yo he sido fatalista cuando he comentado el cierre de establecimientos emblemáticos o ante leyes que favorecían a las grandes industrias frente a los pequeños productores, como en el caso del aceite envasado en los bares y restaurantes.
Pero como fatalista, y no pesimista, es mi obligación celebrar mis equivocaciones, festejar la reaparición de los lugares que nunca deberían de haberse perdido y compartir las alegrías que de forma inesperada irrumpen en el panorama de un consumo de temporada y cercanía.
Ya sé que lo siguiente que voy a decir va a epatar a los puristas de turno, a los puritanos profesionales de nuevo cuño, pero creo que la frase es exacta y correcta: la pandemia ha corregido ciertas derivas y ha puesto en valor la temporalidad y la cercanía de la producción en el ámbito alimentario. Y en el alimenticio.
Han proliferado, y ojalá se asienten, las iniciativas de pequeños productores, lonjas y cooperativas que han creado un canal alternativo de distribución del producto que deja al margen a los grandes distribuidores y a la comercialización impersonal.
Ya es posible, y cada vez más fácil y fiable, comprar directamente el pescado a la lonja que lo recoge directamente de los pescadores, comprar directamente a la almazara, a la cooperativa o al agricultor que mediante las nuevas tecnologías facilita el acceso directo del consumidor final a la producción del día o de la temporada. Mediante las nuevas tecnologías o buscando la venta directa, a pié de campo, a golpe de azada.
Recuerdo con añoranza, con la añoranza de la calidad que no siempre consigues, aquella pequeña tienda de Verín, cerca del hospital, a la que siempre que podía iba a comparar patatas. Recuerdo con nostalgia como, si iba en la época adecuada, al pedir patatas la señora cogía un capazo y el sacho y se iba al campo de atrás a sacar en ese momento las patatas que le habías pedido. No hay nada más delicioso que la fruta arrancada para el mordisco o la patata recolectada en el momento. No hay nada más fresco y delicioso que el pescado cogido justo antes de su consumo. No hay nada más gratificante que unas hortalizas aún húmedas de su último riego, con ese verde reciente que pretenden recrear humedades muy posteriores, preservar cámaras de estancia infinita.
Porque tampoco, cuando voy por el campo, me paro a considerar si la fruta está sucia, o tiene golpes o picotazos, ni se me ocurre pensar si habrá sido tratada con insecticidas perjudiciales, simplemente alargo la mano, la cojo y me la llevo a la boca para percibir el sabor que tiene lo que ha madurado en su rama, en su bancal, y con el sol justo para que su azúcar pase a mi boca. Nunca me ha sucedido, en el campo, que una fruta cogida hoy mañana esté inservible, pasada, pocha, como esas brujas de cuento que, pasado el hechizo, revierten en instantes de doncellas de ensueño en ancianas encorvadas y plisadas, como me sucede con las frutas compradas en los canales oficiales.
Es verdad que esta forma de comparar, de consumir, no nos permite tener de todo en todo momento. Vale, pero habría que pensar si con la alternativa de cámara y grandes distribuciones sí lo teníamos. ¿Eran tomates esos palos rojos sin sabor, sin pulpa, sin jugo? ¿Eran melocotones esos sin aroma y sin sabor? ¿Se pueden llamar melones a esos pepinos que solo tienen la forma? ¿Son patatas esas que solo sirven para cocer, o para freír, o para asar? Y mejor no hablemos de los pescados con grasas extrañas, de las carnes que se deshacen en espumas y jugos infectos, intolerables, al acercarlas a la cocina, a las leches que en la boca no pasan de agua blanca, a los productos llenos de ingredientes nocivos identificados con números y fórmulas incomprensibles, por no hablar de los productos genéticamente alterados o los producidos de forma artificial, a los preparados de laboratorio.
Será bueno apoyar estas nuevas iniciativas, bueno para ellos, bueno para nosotros, bueno para nuestra salud.
Yo ya hace años que allá donde voy visito, por igual, las iglesias y los mercados. De las primeras vuelvo con la retina llena de belleza y asombro por trabajos imposibles hoy en día. De los segundos suelo volver con un cargamento de productos propios de la zona, frescos, imposibles de conseguir fuera de su ámbito de cercanía. Quesos, pescados, carnes, dulces, frutas, que de otra forma nunca llegaría a lograr degustar en su punto correcto.
No puedo terminar esta reflexión sin celebrar la vuelta a la vida de dos lugares que, para mí, son templos en su especialidad: El Martinot, en Valencia y La Ibense, en Orense. Si el primero es ese lugar en el que el arroz sabe a ¿tradición?, ¿Leña?, ¿Hierro? , a arroz de otros tiempos, de cocinas populares, familiares, de albufera y productos de casa, el segundo recupera ese sabor de los helados de mantecado y chocolate imprescindible para saber cómo tienen que saber los helados de siempre, aquellos helados que han creado una tradición gustativa que ha traspasado su ámbito cercano y las generaciones.
Es curiosa, por no sospechada, por improbable, la ancestral relación de Orense con el chocolate. Una relación que arranca con los primero chocolates fabricados en el monasterio de Osera y que llega a nuestros días de la mano de Chocolates Chaparro o de las tiendas de Fina Rey. Recuerdo, como anécdota, que cayó en mis manos un libro de gastronomía de los años veinte que nombraba un producto emblemático por cada provincia; curiosamente en Orense no se hablaba del cerdo, del pulpo o de las empanadas, en Orense se nombraba el chocolate. Como en el circo, en este caso, solo me queda decir: “Pasen y prueben”, el gusto, el buen gusto, experimentado da y quita razones.

domingo, 27 de agosto de 2017

La Pilar

Cada vez más el mundo crea nichos en los que los pretendidos expertos se refugian en cotos cerrados que excluyen del Olimpo de sus conocimientos a los vulgares mortales que contestan con un desinterés creciente hacia la disciplina elitizada. Ha sucedido con el arte, al que hemos visto pasar de entretenimiento popular  o correa de transmisión del conocimiento a técnica incomprensible solo accesible a expertos y diletantes. El problema es cuando estas disciplinas acaparadas, subvertidas y pervertidas por los expertos oficiales rozan, a nivel popular, la parodia, el sinsentido.
Pero como no solo de arte se entontece el hombre, el experimento de hacer de lo  popular un negocio elitista en su valoración y en su disfrute ha traspasado los ámbitos habituales y ha alcanzado al mundo de la gastronomía. Los cocineros mediáticos, los gurús de los  fogones, los expertos de técnicas irreproducibles, han creado su élite llena de estrellas y de nombre de ruedas, y otras guías afines, que convierten a la cocina tradicional, la de comer todos los días, en casa, en el campo o en una casa de comidas de las de toda la vida, en una especie de hermana menor de la que sus ínfulas y soberbias les llevan a practicar. Una nace del amor, del día a día, de la necesidad, de la capacidad de dar de comer a toda la familia a diario y aunque falte lo más básico, le comida. La otra sale de la abundancia, de la exhibición, del negocio y de la necesidad de competir. Dos vistas irreconciliables de una necesidad básica que algunos pretenden convertir en arte sublime.
Y a todo esto yo lo que quería decir es que ha muerto Pilar Moure, lo que así, por derechas, a casi nadie le dice nada. Si añado que era panadera puede que algunas personas ya caigan y que mis pacientes lectores sepan del porqué de la introducción. Pero si digo que ha muerto “La Pilar”, la del mercado de Orense, todos los que conocen ese mercado, prácticamente todos los habitantes de mi preciosa y casi desconocida ciudad, sabrán de quién hablo.
Ha muerto “La Pilar” y ninguna guía Michelin ni de ningún otro tipo o nombre, sabrá si quiera de que o de quién hablo. Ningún gran chef se hará eco de la noticia, ni la comentará, pero si lo habrán hecho cientos, miles de clientes suyos que difícilmente la olvidarán.
Pilar era el mercado y el mercado sería otro sin Pilar. Siempre sostuve que las partes del cuerpo de Pilar eran cabeza, tronco, extremidades y puesto. A cualquier hora del día el puesto de Pilar estaba abierto. A casi cualquier hora de la noche la luz del puesto de Pilar iluminaba la ubicación de su mercado y servía de faro a cualquier necesitado de un pan, una empanada, una bica o unas empanadillas. Todos recordamos anécdotas de Pilar, porque Pilar era en sí misma un personaje de anécdota continua. Excesiva en sus carnes y en sus expresiones. Excesiva en sus pasiones, sobre todo la de forofa del Barcelona y particularmente: “do meu Ronaldinho querido. Xa sei que e feo e zambiño, pero a min gústame moito”. Como no recordar a Pilar cuando se quebró una pierna y se sentaba en medio del puesto y mientras su hija vendía ella iba guardando el dinero de las ventas en el bolsillo de su mandil.
Como no voy a recordar a Pilar yo, particularmente, si cuando veía que mi viaje se alargaba y llegaba fuera de horario ella me guardaba la compra en su permanentemente abierto puesto para que no me apurara. “Ti non te preocupes, mentras esté aiquí a Pilar non tés problema ninhún. Si foras d’o Madrid xa non sei o que pasaría, pero a min os d’o Atleti caenme ben”. Gracias Pilar, porque han sido muchos años sin problemas, muchos años de charla a mi paso por mi ciudad en los que tu puesto era parada obligada. A cualquier hora del día. Casi a cualquier hora de la noche.
Se jubiló Pilar, le amputaron el puesto y le quitaron la vida. Hace muchos años ya que no necesitaba trabajar para vivir, ni siquiera para vivir bien, pero su puesto era para ella un órgano vital.
Murió “La Pilar”, no ha llegado a ver el mercado en fase de desmantelamiento y reforma. Tal vez haya sido para bien. Para bien suyo. Ojalá sea para bien, la reforma, y ese mercado, que personas como Pilar, como Pacita, como tantos otros, han convertido en un lugar amigable más allá de su cometido comercial, no vean traicionada su dedicación y tengan que volver a un establecimiento que no ha sido capaz de guardar el alma de los aún vivos, ni la memoria de los ya muertos.


Ha muerto Pilar. En el cielo hay pan, casi a cualquier hora.

sábado, 8 de octubre de 2016

La paja en ojo ajeno

Si hay algo que me parece lamentable es el linchamiento interesado. La capacidad que tienen ciertas personas para escandalizarse en determinados momentos por una situación que no pasa de ser cotidiana y que han consentido con absoluta displicencia, con culpable permisividad, día a día durante años.

Jamie Oliver ha saltado a las páginas de todos los periódicos, a las ondas de todas las radios y televisiones por su ocurrencia de dar una receta de paella con chorizo en una televisión inglesa.

¡Anatema! han gritado mediáticamente muchos gurús de la gastronomía y, o, de la comunicación españoles ante un ataque directo a un emblema patrio.

Y hay que reconocer que hay motivos, que realmente una paella con chorizo no existe. Realmente es que no es una paella. ¿O sí?

Veamos, lo que no es, de principio, es una paella valenciana tradicional. En eso estaremos de acuerdo casi todos. Pero si gritamos anatema por esa razón empecemos a ir gritando anatema a cada paso que demos. Intentaré explicarme.
  1.  Puede llamarse paella, en realidad arroz en paella, a todo arroz que se cocine en un recipiente así denominado, paella.
  2. Paella, del griego patella –vaso plano que se utilizaba para ofrendas-, es el nombre del recipiente en el que se elabora y del que toma su nombre, por simplificación, la receta. En una pirueta idiomática la preparación se llama como el utensilio en el que se prepara y se deforma, popularmente, el nombre del mencionado útil, paellera, para poder distinguir continente y contenido.
  3. En España, por dejación, por interés comercial y por falta de interés oficial, se va tomando la costumbre, ya casi general, de llamar paella a toda preparación que sea arroz con algo. Da lo mismo que sea un arroz al fuego, al horno o guisado. Da lo mismo que se prepare en caldero, en olla, o en paella. Da lo mismo que sea caldoso, seco o cremoso. Todo se vende como paella en aras de una comercialización económicamente eficaz pero culturalmente dañina.
  4. La inmensa mayor parte de la población española, incluida parte de la valenciana, no sabe cuáles son las bases de fuego, ingredientes y proporciones que hacen que un arroz en paella pueda considerarse una pella valenciana tradicional. Lo que, teóricamente, sería una paella.
  5. Se permite que a los turistas, tanto nacionales como extranjeros, se les engañe vendiéndoles como paella elaboraciones que no respetan ninguna norma, ni de veracidad ni de calidad.
  6. Desgraciadamente, y ante el nulo interés de los que deberían estar interesados, profesionales y autoridades principalmente, esto no sucede solo con la paella. El turismo todo lo permite.

Pero lo justo es ilustrar con datos, con hechos, algunas de las consideraciones realizadas para poder explicar el por qué me  parece lamentable la reacción mediática a la patochada realizada por el cocinero inglés Jamie Oliver en una televisión británica.

La primera consideración es que si usted se da un paseo por las zonas turísticas de España, desde la Plaza Mayor de Madrid al Camino de Santiago, encontrará establecimientos que ofertan cierta marca de “paellas” entre cuyas especialidades se encuentra una con queso y “beicon”, ni siquiera tocino o panceta. Nunca he visto que nadie denunciara el uso espúreo del concepto de paella por parte de esta marca, y de algunas otra marcas. Porque hay varias.

En la mayoría de los restaurantes para turistas, incluidos lo que están dentro de la Comunidad Valenciana, se vende como paella cualquier preparación, algunas absolutamente exquisitas, que lleve arroz. Se le llama paella a los deliciosos arroces al caldero alicantinos, se le llama paella a los arroces guisados y caldosos que hay por toda la geografía peninsular, se le llama paella a los arroces al horno que en todo levante deberían ser enseña de riqueza y diversidad cultural. Y nadie dice nada. Es más fácil dar gato por liebre, aunque el gato sea tan exquisito como la liebre, porque la liebre está vendida y el gato hay que venderlo.

Un peregrino mexicano con el coincidí unas cuantas etapas del camino me contaba que en México un grupo de amigos se reunían algunos fines de semana y preparaban una paella que llevaba, entre otros ingredientes, chorizo, y casi cualquier otra cosa que pudieran tener a mano. Cuando le expliqué en qué consistía una paella. Como había que tasar las proporciones, como había que manejar los fuegos, cuales, y por qué, eran los ingredientes tradicionales, cuando le expliqué que en España existían más de doscientas, puede que de dos mil, preparaciones de arroz que no son paella, no entendía porque nadie lo explicaba. Por qué no se protegía la denominación de algo tan emblemático a nivel internacional.

Si entra en internet y pone paella con chorizo, encontrará más de trecientas mil entradas que responden a ese criterio, incluso con chorizo criollo. Algunas son de chefs como la de Denisse Oller, pero hay incluso una receta que pertenece al recetario de la marca Nestlé. Y hasta ahora nadie había dicho nada.

El grupo editorial Planeta De Agostini, sacó hace un año, aproximadamente, una colección de recetas por fascículos bajo el nombre de “La Cocina de mi Abuela” y en el volumen Arroces I, al II ya no llegué, viene una receta de paella valenciana que contiene varias inexactitudes. La primera los ingredientes. La paella valenciana, la tradicional al menos, no lleva marisco, mejillones, gambas, berberechos. En La Albufera, de donde es originaria, no usaban el marisco. Pero seamos permisivos. Permitamos que exista una paella marinera que lleve marisco. Lo que nunca, nunca, nunca, jamás, puede llevar una paella es cebolla. Nunca, jamás. Porque la cebolla impide que tenga ese punto seco, graso, que permite que la paella valenciana tradicional sea como es y no otro arroz cualquiera. Tampoco entonces, que yo sepa, nadie dijo nada.

Todo lo anteriormente expuesto, permítaseme la terminología judicial ya que algo de judicial tiene el tema, me lleva a indignarme con los que tan resuelta y contundentemente han salido a linchar a un chef que no hizo otra cosa que sentirse original y aplicar lo que al fin y a la postre llevan aplicando los comerciantes españoles, sean hosteleros, cocineros, editores, industriales o expertos, contra un bien cultural como es la paella, en particular, o la mal llamada gastronomía española, en general desde hace años. Y yo hasta aquí, nunca he oído nada. A nadie. Silencio, cómplice, y permisividad, máxima, en los organismos oficiales y en los círculos de expertos y practicantes.


Gracias Jamie Oliver. Espero que en nuevas intervenciones vayas dando un repaso a los distintos platos de nuestra maltratada gastronomía tradicional. Yo seguiría con el pulpo. Así, al menos, con el ruido, muchos se enterarán de que existen las liebres.

Ver  Paella valenciana

sábado, 24 de septiembre de 2016

Otra comedia nacional, la gastronomía

La dilapidación  del patrimonio cultural de nuestro país, en ciertas áreas, está rozando el límite de lo irrecuperable y, en breves años, será patéticamente irreversible.
La absoluta dejación de los poderes públicos, el desinterés general de lo popular y los intereses espúreos de empresas del sector está abocando a la gastronomía popular española, posiblemente la más rica, variada e imaginativa del mundo, a su desmantelamiento por olvido, por dejación, por imposición del interés de otros países menos afortunados que nos llevan a su ignorancia y, posiblemente, su posterior apropiación.
Hemos entregado los canales de distribución, lo que se llama la comercialización, a empresas de países fronterizos empeñadas en imponer sus productos, muchas veces de menor calidad, en nuestros canales de comercialización y llevarse los nuestros a otros lugares donde son más apreciados y sin duda más valorados.
Por eso, y no por otro motivo,  comemos tomates de madera, naranjas insulsas, quesos de masilla, ¿miel? China y pescado africano. Por eso, y por algún otro motivo, nuestras angulas, nuestro atún y nuestras mejores frutas y hortalizas debemos de ir a buscarlas, a comerlas,  a Japón, a Francia o a la Conchinchina.
Y ¿la gente que  hace? Pues comer lo malo y quejarse, resignadamente, de lo malo y lo caro que está todo. Y ¿Lo público que hace? Favorecer a los amigos mediante normas y leyes que penalizan al pequeño productor, al artesano, que intenta salir de la mediocridad general y buscar canales alternativos, imaginativos, directos al consumidor. Y, supongo, llegado el momento compartir los beneficios de las medidas tomadas por “el bien y la salud” de aquellos en cuyo nombre gobiernan y por cuyo interés  deberían de velar.
Como resultas de todo ello España se está convirtiendo en el paraíso de la comida basura industrial, sintética, insana.
La miel española se almacena sin comercialización posible mientras  se importan barcos y barcos de un producto meloso procedente del país  asiático que se etiqueta como miel pero que dudo que pasase los controles mínimos de identidad. Los quesos asturianos, cántabros gallegos, manchegos, andaluces, castellanos, son suplantados en las tiendas por masillas industriales de sabor indefinido mientras se promocionan, también debido a la estupidez nacional, quesos franceses, holandeses, suizos  o italianos que tienen mucho que envidiar a los nuestros. Eso sí, si uno quiere tener un cierto prestigio “gastronomil” tiene que saber muchos nombres en francés y manejar una billetera de un cierto calibre para asegurar su presencia en los locales que los pagados críticos gastronómicos de prestigio recomiendan.
Por eso nuestros jóvenes llenan sus noches de licores de hierbas alemanes, industriales, llenos de química, mientras a los pequeños artesanos gallegos productores de aguardientes de calidad, de tradición, absolutamente naturales, el estado los destroza con multas impagables y que deberían considerarse vergonzosas, injustas, abusivas, malintencionadas.
Por eso, seguramente, y por muchas  cosas más de carácter innombrable, ya no nos acordamos de cuál era el sabor de la España de nuestros abuelos, a que sabe un queso auténtico, que aspecto tiene un  pescado fresco, o cual es la época de consumo de ningún producto, porque, oh maravilla¡, los productos del campo, del mar, los frescos, los de  verdad, tienen una época óptima de consumo, unos tiempos óptimos de maduración o engorde, una ventana concreta para alcanzar su momento idóneo para el consumo.  
Y si todo lo anterior es ya, de por sí, desmoralizante, la degradación, el olvido, la dejación oficial sobre la protección del patrimonio gastronómico-cultural que nuestra historia nos ha legado, raya en lo delictivo.
¿Cómo es posible asistir a la ignominia de ver como cualquier local para guiris se apropia, pervierte y degrada los platos más emblemáticos de nuestra tradición? ¿Cómo podemos asistir impasibles al engaño sistemático y sistematizado que las cartas de la mayoría de locales de nuestra geografía sobre el origen, el nombre o la edad de lo que nos ofrecen? ¿De dónde salen todos los  corderos lechales que a diario se asan en nuestra geografía? ¿De qué extraña raza son  con casi un metro de alzada en algunos casos y fuera de época de parición? ¿Cuántos españoles, incluidos los valencianos, han logrado comer una paella valenciana? No, no arroz al horno, no arroz en paella, no esos pastiches precocinados con marca que ofrecen  en locales para turistas. No, auténtica paella valenciana. Pocos, muy pocos.
¿Qué extraño proceso psicológico han sufrido esos pescados expuestos en los establecimientos comercializadores con la etiqueta de frescos del día de la lonja de da igual donde, de ojos hundidos, agallas descoloridas y piel mortecina, cuando no sin cabeza  ni piel, que parecen deprimidos y me deprimen a mí  al contemplarlos?
¿Cuántos de los que están leyendo esto han comido chanquetes? No, eso que le han dicho que son chanquetes, no, los  de verdad, los que se compran a escondidas y hay que pagar con cheque porque no hay suelto suficiente. Eso que usted ha comido son unos insípidos peces asiáticos para incautos. El chanquete, el auténtico, está prohibido, y es prácticamente imposible de conseguir salvo que tengas algún amigo pescador o con un amigo pescador. Eso que le han ofrecido con maneras de mafioso de telefilm no es chanquete, es un bodrio engañabobos en este mercado en el que todo vale.
¿Hasta cuándo vamos a asistir impertérritos al cierre de tabernas, casas de comidas, pequeños negocios familiares de restauración, sustituidos, suplantados, ahogados, por franquicias de dudosa calidad, de dudosa  intención, de perversión sistemática del producto y de su elaboración?
¿Cuántos de los que esto leen saben, incluidos los gallegos, cual es la  diferencia entre el pulpo a’feira, que nos sirven, y el pulpo a la gallega que  nos ofrecen? Sí, hombre, si, son  distintos,  y no, hombre, no, la diferencia no son los cachelos, ni siquiera las patatas cocidas a las que los “listos” de rigor llaman cachelos sin saber de qué están hablando. La diferencia es que se preparan de diferente manera, con distinta técnica.
¿Para cuándo, estúpida pregunta, el mínimo interés necesario para promulgar una ley de etiquetado clara, convincente, que facilite una ley de protección de las gastronomía tradicional española y de sus consumidores? Y si fuera necesario, que no lo dudo, una suerte de cuerpo de inspección de su cumplimiento.
Sí, claro, yo también lo veo. Yo también estoy viendo los ojillos brillantes del técnico fiscal de turno. Pero yo no hablo de eso,  no estoy hablando de una ley recaudatoria y de una licencia más para el amiguismo y el mangoneo. Yo intentaba proponer una ley de preservación y pureza. Ahí es ná. Aunque sea imitando iniciativas parecidas que ya funcionan en Francia. Porque la imitación de los que quieren y  no tienen se nos da mejor que salvar lo  que tenemos y ellos quieren.

Acordémonos de  que llamamos consomés a los consumados, patés los ajos, los cocinados no los cultivados, y mayonesa a la  mahonesa, por poner solo algunos ejemplos. Bendito país. País S.A. Celtiberia Show en su máxima expresión.

domingo, 6 de marzo de 2016

El Juego de los Siete Errores

No hay nada peor para cualquier concepto que partir de una definición errónea, porque cualquier posible discusión, cualquier aporte que se quiera realizar se realizará sobre una base falsa y por tanto todos los intentos que sobre el particular se hagan serán estériles.

Y eso es lo que pasa con el concepto de gastronomía española, bueno, eso no, peor, porque parte de varios errores que la sumen en un desconocimiento general y todos los pasos encaminados a potenciarla y darla a conocer se estrellan en el indefectible muro de la inexactitud.

-          Primer error: la inexistencia. Parte del intento, absurdo, ridículo, políticamente correcto en ciertos tiempos pero inexacto, de perder el plural. Cuando se perdió la denominación de Reino de las Españas, bien sonante y plural, se acuño el término España, adusto e inexacto, y de esta inexactitud partió el concepto que manejan la mayor parte de los españoles y todos los extranjeros, la Gastronomía Española. Pero este término no resiste la más superficial de las investigaciones. España es plural, cultural, étnica y gastronómicamente ya que plurales son sus características locales y diferentes los tiempos en que se fueron desarrollando. ¿Es acaso equiparable la gastronomía del Atlántico con la cantábrica? ¿la manchega con la castellana? ¿la extremeña con la catalana? Ni un solo punto en común. Lo que se entiende como gastronomía española no es más que el compendio de algunos platos emblemáticos de las distintas cocinas cuya sobreexplotación y falta de rigor mayoritario en su confección llevan al descrédito global y a la ignorancia, abandono y práctica desaparición de la inmensa mayoría de los platos que realmente configuran las gastronomías españolas.

-          Segundo error: la identificación. Considerar que las cocinas españolas pertenecen a la dieta mediterránea. Error de moda y postureo que sume en el olvido y el descrédito a la inmensa mayoría de las cocinas españolas, salvo que Canarias pertenezca al Mediterraneo, y Galicia, y Extremadura, País Vasco, Asturias, Cantabria, Navarra, La Rioja y las Castillas. No señores, las dietas españolas en general no son dietas mediterráneas porque el bacalao y el cerdo, que son las materias primas básicas no pertenecen a la dieta mediterránea, ni la vaca, si me apuran. Ni siquiera la cocina de Jaén o de Córdoba son mediterráneas, con más influencias manchegas que del sur. Y es lógico, es históricamente coherente ya que la expansión de la cultura actualmente dominante, la cristiana, se produce de norte a sur y las repoblaciones y expulsiones hacen que esas cocinas del norte vayan dominando y encontrando su adaptación a los nuevos territorios.

-          Tercer error: la simplificación. Error léxico que parte del error del concepto y que lleva a un todo vale. Todos los arroces se llaman paella. El pulpo al estilo de la feria se llama a la gallega, que es otra cosa. El cocido es el madrileño. La tortilla española es belga mientras la auténtica tortilla española se denomina francesa. El gazpacho solo existe el más elemental y básico. El bacalao solo se come en el norte cantábrico o en Portugal, dejando de lado los ajos del centro de la península y los ajoarrieros que salpican Navarra, Aragón, y Castilla, sin olvidar Galicia. Y así cada una de esas, ahora ya, entelequias que componen la entelequia mayor

-          Cuarto error: la permisividad y el descontrol. Nadie vela por la pureza, aunque sea una pureza razonable, ni la autenticidad de lo ofrecido en los bares y restaurantes en los que los extranjeros bregan con pastiches que no les pondríamos ni a nuestras mascotas. Y, y esa es la desgracia, a pesar de todo les gusta. Auténtica paella de beicon y queso. Cocido madrileño que solo ha tenido un vuelco, el de la marmita en el fuego. Callos industriales que saben a conservante. Pasta de arroz de color amarillo con sabor a cabeza de gamba conservada con amoniaco. Pulpo sobre cocido con la piel desprendida, cortado posiblemente con sierra y aliñado con polvo rojo y mucha saña. No importan los ingredientes, no importan las elaboraciones, no importa ni siquiera la apariencia, los extranjeros, y muchos nacionales, comen lo que les pongan y, si además es caro, se van tan contentos.

-          Quinto error: la dejación. Todo lo que viene de fuera es mejor que lo propio. Por eso comemos purés en vez de cremas o ajos. Por eso comemos patés en vez de pastas, cachuelas o ajos. Por eso comemos consomés en vez de los deliciosos consumados que los franceses descubrieron de paso que se daban un paseo militar por nuestro país. Por eso comemos crepes en vez de filloas o formigos. Por eso aliñamos con vinagre de Módena que mata todos los sabores en vez de con vinagre de Jerez, de Rioja o de la viña de las fueras de nuestra casa. Por eso comemos pizzas en vez de cocas o empanadas. Por eso hemos puesto de moda los rissotos, pesados y monocordes, en vez de promocionar los miles de exquisitos y variados arroces que se extienden por toda nuestra geografía. Por eso comemos hamburguesas en vez de fardeles o figatells. Por eso le llamamos mayonesa a la mahonesa. Por eso bebemos snaps alemanes de dudosa calidad en vez de nuestros licores y aguardientes. Por eso ponemos de moda el gin tonic y miramos con extrañeza la palomita o al mismísimo anís. Por eso, porque al fin y al cabo, lo nacional es solo para paletos y no nos permite lucirnos.

-          Sexto error: Las cocinas. Si, la cocina espectáculo, la cocina de autor, la cocina de mamarracho que se cree autor y solo justifica su existencia cobrando mucho para encubrir su absoluta falta de calidad y creatividad. Toda esa galaxia de cocineros, y el que se pique es que come ajos, que olvidan las raíces o que las pervierten. Más interesados en la creación de una élite gustativa que en la preservación de una memoria cultural que pertenece a las clases populares, y que crean una extraña amalgama de gente de fino paladar, la élite buscada, e imitadores, los más e imprescindibles para sostener económicamente el chiringuito, que se han dejado el paladar en casa y lo sustituyen por la cartera.

-          Séptimo error: la formación. En un país con la riqueza gastronómico-cultural del nuestro sería muy de agradecer que se pudiera estudiar la riqueza de la cocina local y del entorno, como mínimo, no para aprobar y suspender, no, si no para probar y sorprender, para enseñar cómo y por qué se come, cuando, cuanto, la ligazón de la comida con las costumbres. Los sabores tradicionales y la vida que los hizo posibles. Evitar que nuestros hijos se acostumbren,  y se atiborren, con comidas  que no les aportan nada cultural, gastronómica, ni metabólicamente y llevan a una salud deficitaria. Enseñar desde la escuela hábitos alimenticios sanos, productos de proximidad, productos estacionales. Algo así como alimentación: historia y salud. Algo tan elemental como por que pedir merluza en La Mancha o perdiz en Cádiz no deben de ser las opciones principales.


Hay más errores. Seguro que usted me añadiría unos cuantos, pero tampoco es cosa de que escribamos un libro. O sí, pero no es el momento. Al fin y al cabo esto seguramente no es más que una pataleta. Y además nos queda el jamón. El jamón y las tapas. De momento.

martes, 8 de diciembre de 2015

Gastonomía Española, Un Disparate

Yo siempre entendí la gastronomía como “el estudio de la relación del hombre con su alimentación y su medio ambiente o entorno” o, en mis palabras, el estudio del  compendio de técnicas, costumbres y materias primas que daban lugar a unos hábitos alimenticios propios de una zona o lugar. O sea que gastrónomo era aquel que estudiaba lo que se cocinaba en algún lugar, con qué, cuál era su origen, cuál su evolución, a que costumbres o festividades estaba ligado... Así que cuando yo explicaba en algún lugar que era aficionado a la gastronomía e inmediatamente me preguntaban cual era mi receta favorita a la hora de meterme en la cocina, yo, tonto de mí, cada vez menos pacientemente, explicaba que no soy cocinero, que soy aficionado a la gastronomía y a degustar sus resultados. Y, claro, me miraban raro, como diciendo: “este no sabe de lo que habla”. Y yo a ellos:  ”ya estamos con lo de siempre”.
Así que con toda la indignación acumulada de años y explicaciones me he sentado esta mañana ante el teclado de mi ordenador con la clara intención de mostrar mi exaltado estado de ánimo con la expresión, según yo desafortunada por inexistente, “gastronomía española”. Lo primero que he hecho ha sido consultar el DRAE. Lo primero y lo único durante horas ya que lo que me he encontrado que es para la Rae la gastronomía hace que el tal término sea una capacidad técnica, en unos casos hábil y en otras picaresca, y no una ciencia o materia de estudio como yo pensaba que era.
Porque los significados que la RAE recoge para la entrada “gastronomía” son:
1. f. Arte de preparar una buena comida. -O sea cocinero-.
2. f. Afición a comer regaladamente. -O sea gorrón o tripero-.
Dado el disparate, según mi leal saber y entender, decidí comprobar que era entonces, según la RAE claro, un gastrónomo. Y ya acabé de liarme, porque según tan respetable institución “gastrónomo” es:
1. m. y f. Persona entendida en gastronomía. -No precisa, ni insinúa, si cocinero, o gorrón de cocina, o indistintamente, o ambas cosas-.
2. m. y f. Persona aficionada a las comidas exquisitas. – O sea visitante de restaurantes con estrellas francesas, o similares-.
Llegado a este punto decidí asomarme a la página de la Real Academia de Gastronomía y leí: “La Real Academia de Gastronomía se fundamenta en la convicción de que la gastronomía es un componente esencial de la cultura española, además de una fuente permanente de riqueza y creatividad”. Y realicé un experimento, aplicar el método matemático de la sustitución para la resolución de ecuaciones en algunas de sus entradas. Traduciendo según el RAE donde decía “Primera promoción del Curso de Experto Universitario en Gastronomía” se referiría a que había una promoción de universitarios que habían estudiado para artistas de los fogones, gorrones de cocina y/o comedores exquisitos. No me lo creo. Me niego a creer que semejantes habilidades, sobre todo la de gorrón de cocina o tripero exquisito puedan ser objeto de interés o título universitario
Yo sigo teniendo claro que puede haber gastrónomos gorrones, aunque me niego a pensar que sean ni siquiera la mayoría. Y triperos, estos más abundantes. Y sigo teniendo claro que he conocido muchas personas con arte en la cocina, de mi familia, de la familia de mis amigos, de mi familia política, que ni sabían lo que era gastronomía ni les importaba. Que su único interés en los fogones era dar de comer a los suyos lo mejor posible con los recursos que tenían a su alcance, escasos muchas veces, y usaban la imaginación para sacar una exquisitez de unos restos, si los había, y una virtud de una necesidad. Ni sabían lo que era la baja temperatura, ni la crionización con nitrógeno y el soplete era un útil para fontaneros. Eran, algunos quedan, cocineras, cocineros, responsables de la alimentación y supervivencia de los suyos y eran buenas cocineras, cocineros. Maravillosas cocineras, cocineros, que no salían en la televisión, ni escribían libros, ni confeccionaban menús espectáculo de 200 euros por cabeza. Patata, harina, bacalao, matanza y lo que pillaran de su huerto o de los vecinos. Y tradición, mucha tradición. Recetas heredadas por generaciones, comidas por generaciones, con sabores y olores que impregnaban la vida de los que tenían la dicha de disfrutarlos. Con aromas que hablaban de un lugar, de una fecha, de unos paisajes y unas personas.
Yo a esas cocineras, y cocineros, no les llamaría gastrónomas aunque si artistas. Yo a esas cocineras, y cocineros, no les faltaría al respeto llamándoles gastrónomas, aunque su labor si es digna de recordarse y de que los señores académicos de aquí y de allá muestren un mínimo de pudor ante siglos de necesidad y de imaginación y se pongan al menos de acuerdo a la hora de definir un término que todos tenemos bastante claro. Un cocinero es un cocinero, un gorrón es otra cosa y un gastrónomo es un estudioso de la gastronomía –lo que yo entiendo por gastronomía-, un apasionado de la cultura y puede que no haya pisado una cocina en su vida, al menos para usarla.
Y así, burla, burlando, he llegado a la misma conclusión que inicialmente tenía, pero por caminos diferentes. La llamada gastronomía española no existe. ¿Cómo va a existir si en nuestro idioma no se reconoce la acepción de término? ¿Cómo va a existir si ni siquiera sabríamos decir a ciencia cierta lo que es español y lo que queda fuera? Pero esa es otra historia.

 Y esta un disparate

sábado, 17 de octubre de 2015

Dos Pasitos P'atràs

Seguramente no pasa de ser una sensación, pero en todo caso una sensación incómoda. Cada paso que da el progreso parece atentar indefectiblemente contra la gastronomía tradicional, parece significar el retroceso de dos pasos para la memoria de la cocina de toda la vida. Hablo de España, claro.
Un ejemplo claro, meridiano, indiscutible y patético es el de los desplazamientos por carretera. ¿Se han fijado que por cada tramo de carretera convencional que es sustituida por uno de autopista o autovía significa el cierre de los clásicos bares de carretera que son reemplazados por áreas de servicios intercambiables, franquicias construidas en serie y cuyas cartas son sospechosamente iguales como iguales son los plásticos con los que parecen fabricadas sus viandas?
Los emblemáticos lugares en los que todo viajero que se preciase paraba año tras año para comer aquel pepito, aquel bocadillo de chorizo, de jamón, de queso del lugar, aquellas migas, gachas o torreznos, que imprimían memoria del gusto y esperanza del retorno van siendo construcciones fantasma en carreteras sin apenas servicio, o viven de los que, gracias a nuestra pasada memoria, nos desviamos de la ruta principal para seguir accediendo a sus delicias, si es que aún están abiertos.
Lugares como Casa Maragato en Busdongo, Casa Oscar en La Gudiña, Xatomé en La Cañiza o La Despensa Manchega en la antigua y semidesértica carretera de Albacete, pertenecen a la memoria de los viajeros que hacían de su visita descanso y disfrute por partes iguales.
He mencionado cuatro de las seguramente más de cuatro mil que la memoria colectiva permitiría relacionar. He mencionado cuatro que me son especialmente afectas y que perviven en mi recuerdo personal pero que sé que no son únicas.
De las cuatro  mencionadas tres siguen funcionando regularmente, pero La Despensa Manchega, aquel bar de carretera donde aparcar era una odisea, donde no sé cuántos jamones, quesos manchegos, kilos de chuleta de cordero y bollas de pan candeal se despachaban al cabo del día, aquel en el que los porrones estaban colgados sobre la barra para dar un trago ocasional de vino en lo que esperabas las viandas solicitadas, está cerrado, o al menos lo está temporalmente.
Ahora vamos por mejores carreteras. No tomamos un trago de vino por miedo, si por miedo no por convicción, a que nos hagan un control de alcoholemia, y comemos alimentos industriales que no saben a nada de paso que paramos a echar gasolina.

Habrá quien diga que es el precio del progreso, de la seguridad, de la civilización. Habrá quien lo diga, sí, pero no seré yo. Yo seguiré viendo, al pasar, los fantasmas de los viejos lugares, conservaré en mis sentidos, el gusto, el olfato de las viandas de antaño, los aromas de la matanza de casa, la capacidad de distinguir de que vecino  era el chorizo, el vino, el aguardiente, e intentaré poner los medios a mi alcance para preservar la memoria de una época, de una cultura, en la que cocinar era el arte de la necesidad y se respetaban los tiempos, los de cocinar y los de producción, las memorias y a los que comían.